martes, 19 de abril de 2011

Cuando el oro empieza a peinar las canas

Hace ya tiempo que no hay que ponerse gafas de sol para mirarlos, que no hay que extrañarse de que tengan el color del metal más hermoso, que no se espera ver la madera pulida a la espera de que se la aplique el pan de oro. La memoria es a veces caprichosa y gusta de recordar los pasos bien terminados, los palios con el hilo de oro formando grecas imprevisibles como ofrenda para la Madre. Pero a veces, cuando cae la tarde y lo ennoblece todavía más, la memoria se pregunta en qué momento comenzó a peinar canas el oro del Lunes Santo, cuándo fue que el proyecto se hizo realidad y del estreno pasó a la tradición y de ahí a lo inmutable, al camino más cierto posible para las cofradías.
La memoria trajo la imagen de un paso en madera, sin respiraderos todavía, bajando una pronunciada rampa y naciendo por primera vez a su barrio y a las calles de Córdoba. Pasaron los años mientras la talla le ganaba la partida a lo liso y el oro a la madera, al tiempo que el simbolismo de las cartelas lo completaba. Hubo épocas en que parecía nuevo. Ayer, cuando avanzaba por su barrio, el paso, como todos, había empezado a cambiar del brillo de lo nuevo a la solera de lo asentado, como si nunca hubiera sido de otra forma.
Es el signo de un Lunes Santo que otra vez demostró su camino cierto, aunque no dejaba de ser una anécdota en la Huerta de la Reina. Desde aquella primera vez quien no ha cambiado es el abatido Señor de la Redención y la ofrenda espléndida de su música brotada de la misma fuente devocional que sus costaleros dan al andar.
Como si hubiera que desquitarse del disgusto del año pasado, hizo su clamoroso paseo por la calle Goya, arrancó más de una lágrima y por su salida más temprana dio a los suyos la alegría de estar con ellos antes. A su impresionante solemnidad daba el contrapunto la Virgen de la Estrella, por segunda vez en las calles de Córdoba, con un elegante exorno de frecsias y flores blancas. La recibió una descomunal petalada nada más bajar la rampa y la alegría que se desata siempre alrededor de las Madres cuando están en la calle.
A esas horas tempranas había ya cuatro cofradías en la calle y sin una sola duda. Las noticias del mediodía y el tono áspero del cielo le habían puesto mal cuerpo a más de uno y había quien temía malas noticias, pero eran buenas. La cruz de guía de la Merced no se demoró ni un minuto para estar en la calle. El Lunes Santo no se iba a parecer en nada al anterior.
Con las nubes que amenazaban con levedad y no llegaban a dar, resplandecía más el oro del paso del Señor, uno de los menos viejos de todos los que salían en el día de ayer, aunque sus oscuros claveles hacían lo posible. Dolía la humillación del Señor de la Coronación, siempre tan devoto, y al alejarse, con la espalda lacerada por la flagleación reciente, el detallista podía fijarse en las cartelas de plata, una de ellas representando la puerta de un sagrario incluso con llave, que la del Zumbacón nunca se cansa de ser sacramental.
Deslumbró la Virgen de la Merced otra vez, fuera en la tarde a la que vencía con su blancura brillante o en la noche con la cera obrando el milagro de hacer las cosas distintas y más bellas. Otra vez el oro, viejo en sus ya veteranas bambalinas y con sabor en el exquisito tocado que servía para arrancar de la boca todavía más piropos para la imagen. A esas horas ya nadie se acordaba de los porcentajes, y quienes la vieron fueron propagando con pólvora nueva cómo llegaba la Merced: «Cuando la veas no querrás separarte de Ella». Y no exageraban, porque lo comprobaron quienes entraban en la capilla hermosa en que reinaba.
Las bambalinas
Tomado estaba ya también el oro de la túnica roja del Señor de los Reyes, reencontrado ayer con el Puente Romano y estrenando portada renacentista para su llegada a Córdoba. Al pie de la rampa de la Puerta del Perdón le esperaba el sagrario encendido del interior de la Catedral y había que hacer memoria para recordar cuándo no venía exactamente igual que iba a ayer.
Menos nuevo estaba, este sí, el oro bordado en las bambalinas de la Virgen del Dulce Nombre, sobre todo el de la trasera, que el año pasado no se pudo ver en las calles, aunque ya con el sello de lo que permanecerá siempre. Flores blancas, con sus eternos claveles, había dispuesto su cofradía en las jarras mientras sus ojos de color azul claro le hacían contraste al catedralicio y oscuro palio.
Pero si había un amarillo ya viejo y noble en el día de ayer era el de la Sentencia. Era de los primeros, de los años en que el pan de oro era un casi lujo que sólo se veía en unos cuantos tronos antiguos y en los sueños de los cofrades más aventureros. Creció con aquel misterio que estuvo entre los que asombraron a la ciudad, pero hace más de quince años que se terminó.
FUENTE: ABC

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